Con el corazón repartido: Una colombiana en Francia viviendo la Copa del Mundo 2018

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Después de llevar varios años viviendo en Francia, es la primera vez que siento que mi corazón está dividido en dos partes y esto se lo debo al Mundial de Futbol de Rusia 2018.

Naturalmente soy más colombiana que francesa. Pasé prácticamente toda mi vida en Colombia hasta hace unos 8 años que vine a estudiar a este país. El ser colombiano en Francia tiene unas implicaciones culturales importantes, se siente una especie de “vacío” y una añoranza de alegría, de jolgorio, de entusiasmo.
Los franceses son diferentes: son más parcos, más fríos y un poco menos entusiastas, para resumirlo “menos intensos” que los colombianos.
Eso es a mi parecer lo que somos muchos de los nacidos en Colombia: intensos. Somos intensos para bailar (queremos dejarlo todo en la pista), intensos para compartir (nos gusta estar con los amigos y familia hasta en los peores momentos), intensos para comer (y si se trata de empanadas es apenas lógico). Pero si para algo somos intensos es para ver un partido de fútbol de la Selección Colombia.

Ahora, en este Mundial de Fútbol 2018, me di cuenta lo intensos que somos para el fútbol. Nos escapamos de infartarnos, nos paseamos de un lado al otro reprochándole a los jugadores sus errores, creyéndonos el director técnico, pidiéndole a Dios (creyentes o no) que nos permita ganar, y no cantamos un gol sino que lo gritamos y sentimos que agarramos el cielo con las manos.

Los franceses son diferentes y aunque hay algunas excepciones, la regla en general es la discreción. Pero el domingo 15 de julio de 2018, comprobé que los franceses también se emocionan y también se enloquecen de vez en cuando.

Después de 20 años exactos, la Selección Francesa de Fútbol logró su segunda estrella en el Mundial de Rusia 2018. Fue extraño para mí. Mi equipo natural, la Selección Colombia, se fue del evento sabiendo que se pudo haber llegar más lejos, con el sabor agridulce de la frase “llegamos a la segunda ronda” y ese deseo de victoria que aún no hemos podido saciar en un mundial de fútbol.

Pensé que la fiesta para mí se había acabado, pero allí aparece el equipo galo en la escena de mi mundial. Mi atención se empezó a desviar hacia el seleccionado francés cuando le ganaron a Argentina en un súper partido.

Empecé a ver a la gente un poco más entusiasmada, más interesada en el desempeño de su equipo, y yo misma empecé a interesarme en los jugadores, sobretodo después de verlos y oírlos hablar al final del partido contra Argentina. Calmados, serenos, enfocados. Unos jóvenes que vivían su primer mundial, pero tenían absolutamente claro lo que querían y por qué estaban allí.

El entusiasmo empezó a subir, y ni hablar de la temperatura (literalmente). El equipo demostró solidez y los resultados se dieron. Cuando menos lo pensé, estaba sentada viendo un partido de Francia y gritando como colombiana.
El día de la final, me dio nostalgia y me puse mi camiseta roja de Colombia, la del mundial de Brasil 2014: tiene el azul, blanco y rojo de Francia pero dice “Federación Colombiana de Fútbol” y “Unidos por un país”. Así tenía a mis dos países en una sola camiseta.

Yo sé, en lo mas profundo de mi ser, que los franceses no sienten por su selección lo que los colombianos sentimos por la nuestra. Es así. Ellos se han desapegado de sus símbolos de país porque la guerra les enseñó que el nacionalismo no es buen consejero. No está en su sangre cantar el himno nacional como lo hacemos en Colombia, donde lo escuchamos en la mañana y en la noche, y el premio para los mejores estudiantes es “izar la bandera”. Y no lo veo como algo malo, es simplemente diferente y lógico al analizar la historia.

Ese domingo, al ver la gente en las calles de París, gritando, celebrando y agitando las banderas, me sentí feliz por los franceses, al fin los vi unidos por una alegría común, contentos, desinhibidos, sonrientes. No es que no sonrían nunca, pero no lo hacen tanto como los nacidos en América Latina.

Me sentí feliz por los franceses porque también tuve que verlos tristes y perplejos luego de los atentados que sacudieron el país desde 2015.
Salté y grité “nous sommes champions” (somos campeones) y sentí por primera vez que este también es mi país, y que sus alegrías y sus tristezas también son las mías, igual que las tristezas y las alegrías de Colombia.

No sé cómo haré para repartir mi corazón, o quizás ya está hecho. Pero siento que la alegría, la intensidad y la perseverancia definen mi lado colombiano, y la “efficacité”, la moderación y la confianza abren paso a mi nuevo lado francés. Todos necesarios para salir adelante y para ganar.

La sensación es diferente, pero el corazón es generoso para compartir la alegría de los demás. Esto no es el Carnaval de Barranquilla, pero como en toda fiesta, “quien lo vive, es quien lo goza”.

Vive la France!

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